Cuando las razas inferiores dicen basta, es violencia / Por Jorge Majfud (*)

El 30 de mayo de 1921 un lustrabotas huérfano de 19 años se dirigía al baño para negros en un edificio de Tulsa, Oklahoma, y, al tropezar, tocó el brazo de una joven blanca. Alguien vio el incidente y lo denunció como intento de violación (con frecuencia, la imaginación pornográfica se asienta en la violencia del poder inverso). Aunque la joven Sarah dijo que había sido un accidente, los llamados a “linchar al negro” provocaron una serie de ataques de hordas blancas y reacciones de vecinos negros.

Como reacción a la reacción, en pocos días aviones privados bombardearon uno de los barrios negros más prósperos del país, dejando casi cien muertos y a miles sin sus casas. Los grandes traumas de una sociedad se disparan siempre con pequeñas cosas.

El 25 de mayo pasado, la sospecha de que un billete de veinte dólares fuese falso terminó en una denuncia de un cajero de Minnesota y en la muerte del sospechoso como consecuencia de una brutalidad policial innecesaria y significativa.

No fue un caso excepcional; como en Brasil, otro país con un trauma histórico similar, cada año en Estados Unidos miles personas mueren por violencia policial y la mayoría de las víctimas repiten un patrón similar: negros, mestizos y pobres.

Días atrás, Georgia se había conmovido por el asesinato de Ahmaud Arbery, un joven negro que había estado haciendo jogging antes que Gregory McMichael, un expolicía retirado y su hijo Travis lo asesinaran por sospechoso. Esta vez, el crimen fue filmado por alguien llamado William Bryan, quien mantenía contacto con la “seguridad” de los McMichael —no está de más recordar que los irlandeses, antes de convertirse en blancos durante el siglo XX, eran considerados tan indeseables como los negros.

Pocos años atrás, para protestar contra el racismo, el futbolista Colin Kaepernick comenzó a arrodillarse al sonar el himno nacional antes de cada partido (entre otras razones, la letra del himno amenaza a los esclavos con la tumba). Las voces de escándalo resonaron desde la Casa Blanca hasta la granja más humilde. No pocos, incluidos el presidente Trump, propusieron que todos aquellos que siguieran su ejemplo “antiamericano” deberían perder sus trabajos. Obviamente, el valiente futbolista no estaba violando ninguna ley y mucho menos la constitución; sí aquellos que amenazaron su libertad de expresión.

La idea de Theodore Roosevelt de que “los negros son una raza perfectamente estúpida” no ha cedido; sólo la forma de no decirlo.

Colin Kaepernick protestaba por la violencia policial. Se había quedado corto, como todos aquellos que no tienen ojos para la violencia internacional, históricamente cargada de racismo, a la cual Washington ha sido adicto por muchas generaciones en nombre de la libertad —de la libertad de imponer su criterio y sus intereses a cualquier precio.

Todos queríamos matar negros; es como un juego adictivo; matamos a miles y todos estaban como locos; cuando la matanza terminó, no se vio muy bien, pero así es la guerra”, escribió un voluntario de la Company H del Primer regimiento del estado de Washington en Filipinas. Por no seguir con las dictaduras tropicales, o el bombardeo indiscriminado del 80 por ciento de Corea, o el fusilamiento de refugiados, o las masacres en Vietnam (donde millones fueron exterminados bajo las bombas o con químicos defoliantes), o las torturas y los bombardeos sobre niños y población inocente fueron rutinarias en Irak, Afganistán y Guantánamo, sin ninguna consecuencia legal.

Para no volver sobre América Latina, donde desde principios del siglo XX se impusieron sangrientas dictaduras para “enseñarles a los negros a gobernarse a sí mismos” antes que surgiera la maravillosa excusa de la lucha contra el comunismo unas generaciones después y los supuestos patriotas latinoamericanos comenzaran a repetirlo hasta nuestros días a falta de mejores excusas. Cuando despreciar a las razas colonizadas se convirtió en algo incorrecto, se continuó demonizando naciones y “culturas enfermas” para continuar el mismo ejercicio de la arrogancia.

Como en muchos otros casos que no alcanzaron los titulares de la prensa porque no alcanzaron a ser filmados, el cajero de Minnesota llamó a la policía y la policía reaccionó con el reflejo racista que está enquistado en una parte de una sociedad (especialmente aquella que, como lo explicamos antes, gracias al sistema electoral y representativo heredado de la esclavitud, tiene un poder político desproporcionado).

Poco después, tres policías blancos tenían sus rodillas sobre el cuerpo de George Floyd, quien, al igual que otra víctima conocida, Eric Garner, repitió varias veces “no puedo respirar”. Uno de ellos, el oficial Derek Chauvin, que con su rodilla sorda llevó a Floyd a la muerte, al igual que su víctima había trabajado como guardia de seguridad en el mismo bar, El Nuevo Rodeo. A partir de ahí, se desató la violencia por la cual cuarenta ciudades del país fueron puestas bajo toque de queda.

Las manifestaciones pacíficas se tornaron violentas poco después. La alcaldesa de Atlanta, Keisha Bottoms, una mujer negra, una representante doble de las minorías en este país, realizó un discurso apasionado frente a las cámaras de televisión acusando a los vándalos que han incendiado algunos edificios de enemigos de las legítimas protestas. Cualquiera en su más sano juicio debería apoyar su posición. Sin embargo, también es necesario preguntarse, ¿hasta cuándo los abusados por la violencia racial deben ser moderados cuando los abusadores no lo son y se perpetúan generación tras generación?

El gran James Baldwin, en ocasión de una rebelión similar en 1968, habían dicho: “las únicas veces en que la no violencia ha sido admirada ha sido cuando es practicada por los negros”. Obviamente, ni Baldwin ni Malcolm X se convirtieron en santos nacionales.

Sí, la violencia es siempre condenable. Todos estamos en contra de la violencia y algunos la consideramos la peor estrategia para cambiar la sociedad y la mejor excusa de la represión y la reacción para dejar las cosas como están. Como siempre, las protestas han sido calificadas como “incitación extranjera”. A este punto, es difícil determinar si hay algo de cierto en esto.

Lo que ha sido comprobado es que, por 250 años la violencia racista ha acompañado a esta sociedad fronteras adentro y se ha proyectado fronteras afuera (bastaría con recordar los experimentos de con sífilis en Guatemala por parte de los médicos estadounidenses, antes de la infame destrucción de su democracia por parte de la CIA) y no ha menguado por la generosidad de los de arriba sino por la rebelión de los de abajo.

No hay país en el mundo que esté libre de racismo, pero algunos están fuera de competencia y han sido fundados y se han enriquecido sobre los valores más radicales y persistentes del racismo. El racismo estadounidense hunde sus raíces en su propia fundación. Bastaría recordar a Benjamín Franklin, preocupado por la llegada de europeos no del todo blancos.

O a líderes como el gran Thomas Jefferson cuando, como era costumbre en su época, tenían hijos con sus esclavas y ni siquiera liberaba a su hijos por no ser blancos puros, condenándolos a la esclavitud en la dictadura más perfecta, cuya declaratoria de independencia de 1776 reconocía que “todos los hombres son creados iguales” y su constitución, diez años después, insistía que en eso de  “We the people”, donde ni los negros ni los indios ni los mexicanos eran parte de “nosotros, el pueblo”, por lo cual hasta estados arrancados a México, como Arizona, para ganar el derecho al voto debieron esperar hasta bien entrado el siglo XX cuando la mayoría de la población pasó a ser blanca.

Cuando los pueblos dicen basta, quienes están en el poder tienen dos opciones: aumentar la represión o ceder un poco para limitar las pérdidas. En ningún caso se trata de una revolución, pero a partir de cierto momento la revuelta podría convertirse en una rebelión semejante a la de los años 60 que terminen con la herencia de los años 80.

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(*) Jorge Majfud Albernaz, nació en Tacuarembó (Uruguay) el 10 de setiembre de 1969. Se graduó en Arquitectura en la Universidad de la República de Uruguay, y se doctoró en Literatura Hispánica en la Universidad de Georgia en Estados Unidos. Desde el año 2003 reside en Estados Unidos donde es profesor de Literatura latinoamericana y Estudios Internacionales en Jacksonville University.

 

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