Se terminó de vestir frente al espejo y comprobó que nada desentonaba con el disfraz de su tribu urbana. Era casi innecesario, lo tenía ya tan incorporado a sus costumbres que era imposible encontrar en su guardarropa, breve y prolijo, algo diferente que permitiera identificarlo. Ni por los colores, entre los que predominaba el gris, ni por las prendas, clásicas y uniformes.
Se sabía un hombre discreto, mucho más que discreto: su verdadero objetivo era pasar totalmente desapercibido. Nada debía diferenciarlo de la multitud, de la media; por lo tanto sus prendas acompañaban la moda dominante, el mínimo común menos vistoso y llamativo posible. Él se sentía un anónimo y se jactaba de serlo.
Esa era su forma de libertad. No se consideraba en absoluto segregado por su anonimato, por su disolución en la muchedumbre, por el culto a la mediocridad más absoluta; constituían, por el contrario, sus señas de identidad. Y la tendencia a la que se afiliaba ganaba día tras día adeptos.
Este hombre incluso utilizaba un nombre tan común que se extraviaba en el nomenclátor: Pipo. En el trabajo, en el bar y en el club, en todos lados había logrado imponer ese apelativo, que ni siquiera tenía un nombre para sustentarlo. Adolfo Carlos Trechner era Pipo, a todos los efectos.
Vivían -él y sus semejantes- en una ciudad en la que todos sus habitantes estaban expuestos, sometidos a una avalancha de información, de súper información, de sobreinformación, por sobre todas las cosas. Y si bien Pipo no había viajado mucho, suponía que esa era la realidad dominante en el mundo. Lo suyo no era timidez, ni comodidad; se trataba de una defensa bien elaborada, de su guarida para presentar resistencia.
Circulaba por calles atestadas de cámaras de televisión miniaturizadas, que registraban cada detalle, y los almacenaban en gigantescas computadoras accesibles a los diversos organismos oficiales: la policía, los servicios antiterroristas, de inteligencia, y de control y cobro de impuestos.
Todos esos ojitos, que ya nadie podía determinar dónde estaban instalados ni si realmente se encontraban allí, escudriñando cada metro de calle, de plaza, de avenida, cada rincón, le provocaban desprecio y asco. Por esa reacción consciente, él era uno más en la muchedumbre. Aunque se reconocía con los de su tribu, el movimiento general hacia el anonimato se expandía como una mancha gris por toda la ciudad, hasta tal punto que a Pipo le era cada vez más difícil identificarse con sus pares y, sin embargo, ese era precisamente su gran triunfo: el avance en número y convicción de los anónimos.
Todo comenzó en Internet. Los seudónimos, o mejor dicho, los nicknames, habían prácticamente sustituido a los nombres y apellidos en todos los foros y chateos en la gran telaraña. Y cada uno de ellos se inventaba su propia personalidad, su edad, profesión, aspecto físico. Muy pocos mostraban su verdadera imagen, su fotografía, o un video con imágenes reales de sí mismos. Casi siempre los internautas estaban detrás de la cámara, captando poses fijas o en movimiento; pero nadie se exponía al lente.
Desde ese anonimato se podían crear las fantasías más requintadas y absurdas; se podía insultar, discutir y opinar sobre todo y contra todos, sin exponerse nada más que a la réplica proveniente de otro anónimo. Esta práctica disparó la creatividad y animó hasta a los más tímidos y cobardes a exponer sus más escondidos pensamientos y fobias.
Los personajes públicos, los famosos -como eran llamados cada día con más desprecio- estaban sometidos al escarnio de todos los insultos y agravios. Eran dos mundos que vivían cada día más separados: uno en la superficie, a través de los medios tradicionales, utilizando nombre, apellido, historia personal a la vista, y el otro subterráneo, que cruzaba todos los umbrales, se metía con prepotencia en la dimensión de los «famosos», y se alimentaba con la grisura de las redes y los anónimos cofrades.
Los movimientos en la red tenían nombres diversos: los cualquiera, el hombre de la calle, las mujeres de gris; gente anónima, aunque los más fieles a sus ritos ni siquiera aceptaban un nombre colectivo. Eran nadie.
En ese segundo plano comenzaron a circular autores de novelas y de cuentos sin firma o con firmas totalmente inventadas para la ocasión; bandas y conjuntos musicales que grababan sus temas y jamás eran conocidos por sus fans, que en general eran propensos a adoptar ese mismo anonimato. Todavía no se había inventado la forma de hacer películas anónimas, porque aunque algunos directores lo intentaron, no pasaron de los dibujos animados o de la animación por computadora. Surgieron así nuevos niveles de anonimato. Informativos televisivos y radiales con personajes electrónicos o voces electrónicas y con nombres impronunciables, para hacer todavía más evidente que no buscaban conquistar al público. Además, esos conductores televisivos eran sustituidos semanalmente para que nadie se acostumbrara, o peor, mucho peor, se identificara o se encariñara con ellos.
Pasado cierto límite, el pavor cundió en los centros de poder. No hay poder sin rostros, ni sin información. Aunque el poder es como las cucarachas, capaz de resistir una explosión nuclear. Y la resistió.
La gente en general y sobre todo los anónimos desconfiaban cada vez más del poder y sus representantes, pues el poder también pasó a ser aparentemente impersonal. Los voceros de prensa comenzaron por ser también ellos personajes electrónicos de todo tipo, desde dibujos animados simpáticos y adaptados a cada circunstancia, hasta llegar a que los propios jefes de Gobierno y de Estado aparecieran cada vez menos en los medios de comunicación.
El problema se planteó a la hora de las elecciones. Había que identificar a los candidatos. Ese tercer año, desde la aparición del movimiento, se convirtió en el más complejo. Las propuestas que triunfaron fueron las más impersonales, las que convocaban a votar cosas propuestas de la manera más impersonal posible. Casi siempre identificadas con un número o un nombre de fantasía. Y se sabe que la política es muy apta para las fantasías más desenfrenadas. Y se desenfrenaron en serio. El anonimato permitía eso y mucho más.
Las mujeres y los hombres sin atributos visibles e identificables también fueron disociándose de sus territorios, de un lugar concreto y previsible de residencia y en cierta manera de identidad. Se disolvieron lentamente en la grandiosidad global. Nacieron para protegerse de esa despersonalización de la globalidad y se fueron integrando a la falta de fronteras y a la identidad indiferenciada de millones de otros anónimos.
Casi todo era anónimo: reconocidos pintores y fotógrafos contemporáneos firmaban sus obras con números o seudónimos que también iban cambiando, aunque el estilo los hiciera inconfundibles. De hecho, los críticos se vieron en serios aprietos: cada creador aspiraba a no diferenciarse de otros miles.
Los que no pudieron menos que preocuparse seriamente fueron algunas grandes marcas que, además de líquidos oscuros, burbujeantes y de dudosa composición, vendían solo eso: una identidad, una marca, un logo. Lo mismo ocurrió con los fabricantes de productos de todo tipo, en particular, las marcas más reconocidas y valiosas en su categoría, pues su éxito dependía en gran medida de su identificación orbital. Pusieron a trabajar a sus mejores ideólogos publicitarios para tratar de resolver el problema.
La marca más conocida del mundo suprimió todos los nombres de sus productos, solo los vendía en botellas de una forma única y particular desde sus inicios. La gente la señalaba en los bares y, si bien tuvo algunos altibajos, volvió a ocupar su lugar de privilegio en el mercado. De todas maneras, en la Bolsa perdió muchos miles de millones por haber renunciado a su marca registrada. Suplió la pérdida bursátil patentando la forma de su botella. Muchas otras grandes empresas enfrentaron el mismo problema. No todas lograron resolverlo y la grisura se las devoró.
Aun anulando sus nombres, los lugares del anonimato crecieron exponencialmente. Los shoppings, esos enormes cajones llenos de negocios con multitudes anónimas circulando por sus pasillos, esos no-lugares en los que se encontraban los no-individuos, tuvieron sus momentos de gloria. Más complejo, mucho más complejo fue el panorama para los aeropuertos, pues allí la clave era la lucha siempre activa contra el terrorismo, que si bien hacía seis años no realizaba ningún atentado importante, nos había dejado a todos los mortales el regalo de esos severos controles que nos desnudaban con sus rayos en las largas y tediosas filas de los embarques. Allí funcionaba la lógica inversa: la identificación era la clave.
No hubo solución. Con protestas renovadas de parte de los usuarios, los aeropuertos perdieron adeptos y usuarios y, como todos saben, sin pasar por las aeroestaciones es imposible abordar un avión. Así que estas empresas cayeron en rápida picada.
Como el lugar perfecto para la no identidad era Internet, la vida cotidiana fue cambiando radicalmente y una buena parte del tiempo de las personas fue absorbida por sus largas estadías ante las pantallas de las computadoras, diluyéndose totalmente toda forma de identidad. Los encuentros cara a cara se hicieron cada día menos populares, y fueron haciéndose más y más espaciados. Bares, restaurantes, clubes, fueron siendo paulatinamente sustituidos por deliveries que entregan sus productos sin nunca verle la cara a sus clientes.
Las sociedades anónimas tuvieron un auge inusitado: las operaciones de cualquier clase se concretaban por acciones al portador, que se vendían y cotizaban no solo en la Bolsa sino en muchas redes en Internet, en los shoppings y en todo tipo de comercios, que las utilizaban como dinero contante y sonante.
Las protestas de los agentes de Bolsa y de las centenarias y venerables instituciones de la especulación fueron muy duras. Aunque ya no sabían ante quién quejarse. Hasta el quiosco de la esquina de un barrio de una perdida ciudad de provincia se transformó en una sociedad anónima, que a su vez comercializaba títulos y acciones de otras múltiples empresas.
Las investigaciones genéticas fueron destinadas a incursionar en terrenos muy peligrosos, más peligrosos que los ya existentes, como la posibilidad de clonar en serie todos los nacimientos, para que incluso las facciones fueran lo más parecidas posible entre sí y, por tanto, los rostros se disolvieran aún más fácilmente en la multitud.
Un anónimo estudioso de esos temas reflexionó, preocupado, al imaginarse uno de esos mega no-lugares de compras en los que circulara una multitud de personas de distintas edades pero todas iguales. Bueno, todas iguales no, porque habría algún forastero -fue el argumento con el que se consoló el investigador.
En la parte superior, la parte expuesta de la realidad, la de los «famosos», quedaba cada vez menos gente. Algunos legisladores anónimos propusieron crear lugares especiales, cerrados y cercados, para albergar a esos seres cada día menos extraños que no ocultaban su identidad y que por el contrario la exhibían con cierto desparpajo. Al principio se levantaron algunas voces de resistencia -no tan anónimas, lo que las debilitó de inmediato-. Así que en los países más avanzados se crearon territorios especiales, delimitados y precisos, donde debían trasladarse las personas con identidad visible.
Esta inteligente medida permitió que los que se arrepentían de su condición de «famosos» podían pedir el pase e integrarse al resto de la muchedumbre, mejor dicho, a la única muchedumbre anónima que ocupaba la inmensa mayoría del planeta. Antes era imposible, pues no eran «famosos» entre ellos, sino ante el resto, y eso no podía remediarse.
Algunos avanzados del anonimato consideraron que la propia luz del día les molestaba, les impedía cumplir con su sagrado derecho al anonimato total, y fue así que comenzaron a construirse no-lugares de compras y circulación, situados bajo la superficie de la tierra.
Y hombres y mujeres cavaron, cavaron y cavaron, y construyeron laberintos cada vez más grandes, más profundos y más capilares.
Cuando llegaron al fondo, en ese anhelado momento, descubrieron que el complemento, la condición perfecta del anonimato era ni más ni menos que la soledad.
Una soledad profunda y absoluta.
Una vez que hubieron aprendido a vivir sumidos en esa magnífica y pura soledad subterránea, se les terminó el oxígeno y murieron.
Múltiples y solos. Como hormigas.
- De UyPress
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