La democracia necesita un terreno común en el que puedan encontrarse y convivir los diferentes; ese terreno es el de la verdad y la ley. Cuando se desconoce una u otra, el resultado es el conflicto
En 2001 fue el avión estrellándose contra una de las Torres Gemelas; en 2021 fue la turba entrando violentamente al Capitolio. Hemos visto con nuestros propios ojos que los Estados Unidos de América ya no son invulnerables desde el exterior, y que sus instituciones tampoco son inconmovibles.
Atacada desde afuera y socavada desde adentro, la superpotencia tambalea y la configuración del poder mundial se altera. Desde la periferia del mundo, pero por televisión y en tiempo real, los uruguayos estamos presenciando un cambio de época; todo un espectáculo global, que ni siquiera la pandemia pudo detener.
La crónica de los hechos del 6 y 7 de enero en Washington D.C. ha de incorporarse como un capítulo más a la historia universal de la infamia. El 6 las turbas enardecidas e instigadas por el presidente Trump marcharon sobre el Capitolio, forzaron la entrada al edificio y lograron interrumpir por algunas horas las sesiones de las cámaras legislativas que debían proclamar presidente electo a Joe Biden; los nuevos visigodos -émulos, seguramente sin saberlo, de aquellos bárbaros que hace 1500 años entraron a saco en la antigua Roma- hasta se dieron el gusto de fotografiarse, sonrientes, en el recinto del que habían desplazado a los senadores elegidos por el pueblo.
El día 7 el presidente Trump, que desde la noche de la elección había estado negándose a reconocer el resultado electoral y azuzando a sus seguidores con bravuconadas y mentiras, y que el día anterior los había instigado a marchar sobre el Capitolio para frustrar la proclamación de Biden, apareció condenando a los que habían «profanado» la sede legislativa y prometiendo una transición pacífica y ordenada…
Es difícil concebir una vileza mayor, en un líder, que repudiar lo hecho por quienes siguieron sus órdenes para eludir la propia responsabilidad. Después de tirar la piedra, Trump quiso esconder la mano. El hombre fuerte, el gran macho de América, resultó ser un cobarde y un traidor a sus más fieles seguidores, que se jugaron enteros por él.
Basta poner agua a calentar para enterarse de que, al cabo de algunos minutos, el agua hierve y las burbujas saltan a la superficie. Del mismo modo, lo que vimos el otro día fue la culminación de un proceso iniciado hace varios años, que no podía terminar bien. El día que asumió su cargo Trump dijo que la multitud que asistió al acto había sido la mayor de la historia, lo cual fue desmentido por la prensa al día siguiente, con datos y fotografías irrefutables; pero Trump no se inmutó y, contra toda evidencia, siguió afirmando lo que había quedado demostrado que era falso.
Durante su presidencia fue acumulando una mentira sobre la otra hasta crear una suerte de «realidad alternativa», una burbuja habitada por él y sus seguidores y denunciada una y otra vez como una gran falsedad por la prensa y por la oposición. El choque definitivo entre la «realidad alternativa» y la realidad a secas se produjo en ocasión de la elección presidencial.
A la hora de contar los votos no puede haber alternativas ni versiones diferentes según el gusto de cada uno; debe haber un solo resultado, un solo ganador. Ganó Biden, por varios millones de votos, y la burbuja mentirosa del trumpismo se deshizo. El 20 de enero va a asumir otro presidente en los Estados Unidos, sí o sí, y esto es lo que millones de estadounidenses todavía se niegan a aceptar, o a aceptar como resultado legítimo de un proceso electoral legítimo.
La prédica disolvente del presidente Trump, que surfea las olas del famoso malestar producto de la globalización, no le alcanzó para volver a ganar la elección pero sí para lesionar la confianza popular en las instituciones de su país. Ha hecho un daño tremendo, que en el mejor de los casos llevará mucho tiempo reparar.
El ideal democrático necesita encarnarse en instituciones para hacerse realidad. Las instituciones son reglas; reglas que dicen quién debe resolver qué y mediante qué procedimiento debe hacerlo. A este abecé se remitió Mike Pence, el vicepresidente de Trump, cuando le contestó a este que no tenía autoridad para impedir por sí y ante sí la proclamación de Biden; y lo mismo hizo «Mitch» McConnell, el líder republicano en el Senado, cuando dijo como fundamento de su voto a favor de Biden que la elección del presidente no fue confiada por la Constitución al Congreso, sino al pueblo de los Estados Unidos.
Fuera de los marcos institucionales no hay más democracia, ni más libertad, ni más respeto por los derechos humanos. Es al revés: lo que hay es fuerza bruta, usada hoy por unos y mañana acaso por otros, para imponer la ley de la selva en su propio beneficio y en perjuicio de las grandes mayorías. Así ha sido siempre, y los uruguayos sabemos de eso. Sabemos que el discurso contra las instituciones termina generando acciones contra las instituciones; y sabemos también que cuando se quiebra la institucionalidad se pierden los derechos y las garantías que todos necesitamos para vivir en paz y libertad.
La democracia necesita un terreno común en el que puedan encontrarse y convivir los diferentes; ese terreno es el de la verdad y la ley. Cuando se desconoce una u otra, el resultado es el conflicto, y el resultado del conflicto suele contarse en vidas humanas, como las cinco que se perdieron como consecuencia de la asonada contra el Capitolio.
Que mientras viva Trump pesen esas cinco muertes sobre su conciencia, si la tiene, y que pueblo y gobierno de los Estados Unidos de América logren reencontrarse al pie de la Constitución. Les va a hacer bien a ellos y le va a hacer bien a la humanidad, que necesita que entre los grandes del mundo vuelva a haber uno que se identifique de manera creíble con la democracia, el Estado de Derecho y los derechos humanos.
No hay mucho para elegir; o ese lugar lo ocupan los Estados Unidos, o queda vacío.
- De Montevideo Portal
(*) OPE PASQUET – Abogado, diputado por el Partido Colorado.
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