Es importante tenerlo presente; detrás de los conceptos de la eutanasia acerca de los cuales discutimos, hay personas que sufren. El 11 de marzo del año pasado presentamos un proyecto de ley de eutanasia y suicidio médicamente asistido que comenzará a ser tratado por la Comisión de Salud de la Cámara de Representantes en marzo próximo, es decir, un año después de su presentación.
Queda claro que no ha habido apresuramiento alguno en el tratamiento del tema. En estos días de receso parlamentario queremos aportar algunas consideraciones al respecto, que se sumarán a las muchas otras que se han venido haciendo a través de artículos de prensa, notas radiales y televisivas, etc. No hubo apresuramiento y tampoco ha faltado debate, pues. Se están dando todas las condiciones para que, este año, todos los legisladores podamos votar a conciencia sobre el proyecto presentado y las modificaciones que surjan del trabajo en Comisión.
El punto de partida es el estado de las personas que están sufriendo, física o moralmente, por encontrarse en situaciones que no tienen otra salida que la muerte. Es importante tenerlo presente; detrás de los conceptos acerca de los cuales discutimos, hay personas que sufren.
Algunas de esas personas cursan las últimas etapas de enfermedades incurables e irreversibles; saben que no tienen ninguna esperanza y que cada nuevo día será peor que el anterior, tanto para ellos como para los seres queridos que los rodean, que los ven sufrir y que sufren con ellos. Algunas de esas personas, desahuciadas y angustiadas, no temen su final: lo ansían.
Otros sufrientes quizás tengan años de vida por delante, pero en condiciones tales que hacen que esa perspectiva les resulte abrumadora; lo que quieren es morirse, para salir del estado en que se encuentran. Ese fue el caso del marino español Ramón Sampedro, que quedó tetrapléjico a los 25 años y permaneció en ese estado durante 29 años; a él, los cuidados paliativos no le hubieran servido de nada, porque lo que lo atormentaba no era el dolor físico sino la angustia de vivir postrado y sin esperanza de recuperación. Sampedro había acudido a los tribunales españoles y europeos para que se le reconociera el derecho a poner fin a una vida que no quería seguir viviendo, pero no había tenido éxito. Finalmente fue una amiga, Ramona Maneiro, la que comprometiendo su propia responsabilidad penal le facilitó el beber una sustancia con la que Sampedro se suicidó.
Su lucha para lograr una muerte digna se hizo emblemática: llegó al cine en dos ocasiones (la película más conocida es Mar Adentro, protagonizada por Javier Bardem) y fue recordada en el curso del debate desarrollado en España a propósito del proyecto de ley de eutanasia ya aprobado por el Congreso de los Diputados.
¿Es el suicidio un derecho? Un jurista de la talla de José Irureta Goyena, autor de nuestro Código Penal, decía que sí. Por eso el Código que él redactó no castiga la tentativa de suicidio, como sí lo hacían, en el siglo XIX y hasta las primeras décadas del siglo XX, otros ordenamientos jurídicos (sería absurdo tipificar el suicidio mismo como delito, porque la consumación implicaría la muerte del delincuente y por ende la extinción del delito, según principios generales).
Era de la misma opinión Carlos Salvagno Campos, catedrático de Derecho Penal y autor de una famosa monografía sobre el suicidio publicada en 1932, que no sólo sostuvo la existencia de ese derecho sino que además lo ejerció, a mediados de los años 50.
El artículo 72 de la Constitución, en cuanto reconoce genéricamente los derechos inherentes a la personalidad humana (así como los que se derivan de la forma republicana de gobierno), es base suficiente para sostener que la autonomía de la persona comprende el derecho a poner fin a su vida. De ahí resulta la constitucionalidad de una ley de eutanasia y suicidio asistido como la que está a consideración del Parlamento.
Una persona adulta y en su sano juicio tiene derecho a disponer de su propia vida; esta es la base ética del proyecto, e implica una concepción del ser humano y de su dignidad fundada en la libertad, que es la que yo sostengo y la que a mi juicio se ajusta al texto y al espíritu de una Constitución liberal como lo es la uruguaya.
Hay, obviamente, otras concepciones del hombre y de los límites de su libertad, fundadas en otras convicciones filosóficas o creencias religiosas; por eso, la cuestión de cuáles son los «derechos inherentes a la personalidad humana» está y estará siempre abierta al debate y es muy bueno que el Parlamento uruguayo diga, a través de la ley, cuáles entiende que son, en esta etapa de la historia, esos derechos.
Aún quienes nieguen que el suicidio sea un derecho deben admitir que no hay norma legal que pretenda prohibirlo. Es de aplicación, por lo tanto, el principio general de libertad establecido por el artículo 10 de nuestra Constitución, según el cual todo lo que no está prohibido está permitido. Si el suicidio no fuera un derecho seguiría siendo un acto lícito.
Dado que el suicidio es un derecho, o por lo menos un acto lícito, ¿por qué la ley considera delito la conducta de quien ayuda a otro a ejecutarlo?
Hay quienes entienden que el legislador incurrió aquí en una incongruencia, pero a mi juicio no es así.
Todos los derechos, aún los de rango constitucional, pueden limitarse y regularse por ley, por razones de interés general (Constitución, artículo 7). Hay evidentes razones de interés general en no facilitar indiscriminadamente la comisión de suicidios, que muchas veces se deben a motivos circunstanciales que podrían superarse con la ayuda adecuada. Está bien, entonces, que como principio general la ley impida prestar ayuda a quien quiera poner fin a su vida.
Pero ese principio general debe reconocer excepciones. Ya hay un atisbo de ello en el Código Penal vigente, ciertamente avanzado para su época (fue sancionado en 1934), pues la figura del «homicidio piadoso» (artículo 37) permite al Juez exonerar de pena a la persona «de antecedentes honorables» que, «por móviles de piedad», haya dado muerte a otra que le suplicó reiteradamente que lo hiciera. Este es un anticipo de la eutanasia, con otro nombre; la conducta sigue siendo delito pero el Juez puede, discrecionalmente, exonerar de castigo a quien lo cometió.
A esta altura de los tiempos es necesario ir más allá.
No está bien que la eutanasia sea un asunto privado entre dos personas, sin control alguno de terceros, ni que la decisión de castigar o no quede librada a la voluntad discrecional del Juez.
No está bien, tampoco, reconocer un derecho pero negarles a algunas personas, las que más lo necesitan, los medios que a ellas les resultan indispensables para ejercerlo. Ramón Sampedro no necesitaba que se reconociera en los papeles su derecho a morir; necesitaba que alguien lo ayudara a él, incapaz de mover brazos y piernas, a escaparse definitivamente del lecho en el que vivió postrado casi 30 años. Lo menos que el Estado debe hacer, en situaciones como ésta, es no perseguir penalmente a quien presta a otro la ayuda que necesita para ejercer su derecho sobre su propia vida y dejar de sufrir.
No debe constituir delito la conducta del médico que, a solicitud libre y fehacientemente expresada de un adulto en su sano juicio, practica la eutanasia en los casos de enfermedad incurable e irreversible en etapa terminal, o de sufrimiento insoportable, físico o moral (de nuevo el caso Sampedro, por ejemplo). El proyecto presentado al Parlamento establece un procedimiento con las garantías necesarias tanto para el sufriente -que debe expresar su voluntad reiteradamente, y por último ante testigos- como para el médico actuante, a fin de evitar apartamientos de los fines propios del instituto.
Recurrir a la eutanasia no menoscaba en lo más mínimo la dignidad de quien se vea en la necesidad de hacerlo. El requisito esencial de la eutanasia es la voluntad libre de quien pide que se le aplique. Cuando esa voluntad emana de una persona adulta y en su sano juicio, que hasta el último día de su vida podría contraer matrimonio «in extremis» o disponer de sus bienes por testamento, lo que menoscabaría su dignidad no sería respetar su voluntad de poner fin a su existencia y a sus sufrimientos, sino dejar de hacerlo; como si por estar muy enfermo, se justificara expropiarle el derecho a decidir sobre su propia vida.
No es más digno morir por efecto de la enfermedad, que por decisión propia. La dignidad del hombre no está en sucumbir ante la naturaleza, como cualquier animal, sino en ejercer su libertad como amo y señor de su destino, aún en las peores circunstancias.
(*) Ope Pasquet: Abogado y diputado por el Partido Colorado.
– De Montevideo Portal
Sé el primero en comentar