A finales de febrero de 2021, el equipo de la selección de voleibol femenino de Alemania anunció que boicoteará los juegos de Catar (organizados por la Federación Internacional de Vóley-playa) porque no se les permite a las mujeres jugar en bikini. No es solo un boicot, sino un manifiesto internacional.
La regla en cuestión (el artículo 10) que puso furiosas a las sub campeones de voleibol femenino, campeonas de la libertad y la civilización establece que “con el fin de respetar la cultura y la tradición locales (…) se espera que las participantes utilicen una camiseta de manga corta por debajo de la camiseta oficial, así como pantalones cortos hasta la rodilla”.
El director deportivo de la Federación Alemana, Niclas Hildebrand, confirmó la indignación de las jugadoras y de los técnicos alemanes por el artículo 10. La seleccionadora Helke Claasen confirmó que tampoco viajará al torneo, argumentando que no se siente “respetada como mujer”. Otras, como la vicecampeona Karla Borger, más candorosas, argumentaron que no tienen problemas en “adaptarse a las reglas de otros países”, pero es que el calor extremo en Doha hace necesario el bikini… Igual que en Alemania.
La Federación Catarí de Voleibol (QVA), respondió que respetan “el código de conducta establecido por la Federación Internacional” y menciona que en los eventos anteriores organizados en Catar “las deportistas han sido libres de llevar los mismos uniformes que visten en otros países”.
Ni Qatar ni Arabia Saudí son modelos de respeto a los derechos humanos, como tampoco lo son las higiénicas potencias mundiales, pero los correctos indignados no hacen más que aguar las reivindicaciones históricas por la igual-libertad y reproducir la centenaria arrogancia noroccidental en nombre de lo políticamente correcto.
Seguramente en ningún estadio alemán, europeo o estadounidense se permitirían a las mozambicanas marcondes que conocí años atrás jugar en topless. No se las dejaría caminar por las calles civilizadas de Berlín o de Nueva York como caminan por algunas aldeas o se bañan en las playas indecentes del primitivo paraíso del océano Índico.
Podemos criticar y protestar por las medidas que oprimen a las mujeres más allá de sus condiciones culturales, pero resulta más difícil defender la idea de que no usar bikini para jugar al voleibol es una medida opresiva para las jugadoras noroccidentales y un ataque a su dignidad y a su condición de mujer.
Incluso, el indignante artículo 10 en cuestión podría facilitarle el trabajo a los fotógrafos y a la televisión que siempre hacen malabarismos para no tomar encuadres que muestran las nalgas articuladas de las jugadoras que esperan un saque, para no ser acusados de machistas.
¿Por qué inclinarse y ofrecer las nalgas desnudas a la tribuna es un símbolo de liberación femenina del mundo civilizado, pero mostrar los pechos libres es opresión de las culturas salvajes?
¿No es posible jugar voleibol con pantalones cortos, como en el resto de los deportes conocidos? De hecho, las nuevas tecnologías de telas elásticas protegen de la arena mucho más que un bikini.
¿Hay algo entre las nalgas (que pueden ver el público asistente, pero no los espectadores por televisión) que revela la libertad y la dignidad de la mujer universal ante las atentas miradas del mundo?
¿Dónde está la opresión, sino del lado del colonialismo y la centenaria arrogancia eurocéntrica de la raza superior que decide cómo vestir a las mujeres para la libertad?
¿Por qué cuando vamos a países periféricos nos sentimos con el derecho de imponer nuestras costumbres en nombre de la Libertad y los Derechos Humanos, pero cuando ellos vienen a nuestros países dominantes les gritamos en la cara “debes adaptarte a la cultura que te recibe”?
¿Se olvidaron los europeos cuando, hasta no hace muchos años, detenían en las playas de Europa a las mujeres que descansaban vestidas con sus hijabs, es decir, vestidas de más para la sensibilidad civilizada de la policía moral? ¿Dónde quedó el derecho occidental de esas pobres mujeres oprimidas? ¿De verdad nos interesan los derechos de esas mujeres a ser libres o más bien se trata de preservar nuestros derechos a dictar?
Vamos a repetir lo que venimos repitiendo desde hace décadas (de hecho, lo que sigue es un copia-y-pega): Para el ombligo del mundo, las mujeres medio vestidas de Occidente son más libres que las mujeres demasiado vestidas de Medio Oriente y más libres que las mujeres demasiado desnudas de África. No se aplica el axioma matemático de transitividad.
Si la mujer es blanca y toma sol desnuda en el Sena es una mujer liberada. Si es negra y hace lo mismo en un arroyo sin nombre, es una mujer oprimida. Es el anacrónico axioma de que “nuestra lengua es mejor porque se entiende”. Lo que en materia de vestidos equivale a decir que las robóticas y amargadas modelos que desfilan en las pasarelas de la multimillonaria industria del glamour son el súmmum de la liberación y el buen gusto.
Si vamos a prohibir el velo en una mujer, que además es parte de su propia cultura, ¿por qué no prohibir los kimonos japoneses, los sombreros tejanos, los labios pintados, los piercing, los tatuajes con cruces y calaveras de todo tipo? ¿Por qué no prohibir los atuendos que usan las monjas católicas y que bien pueden ser considerados un símbolo de la opresión femenina? Ninguna monja puede salir de su estado de obediencia para convertirse en sacerdote, obispo o Papa, lo cual para la ley de un estado secular es una abierta discriminación sexual.
Esta intolerancia es común en nuestras sociedades que han promovido los Derechos Humanos pero también han inventado los más crueles instrumentos de tortura contra brujas, científicos o disidentes; que han producido campos de exterminio y que no han tenido limites en su obsesión proselitista y colonialista, siempre en nombre de la buena moral y de la salvación de la civilización.
Ahora, si vamos a prohibir malas costumbres, ¿por qué mejor no comenzamos prohibiendo las guerras y las invasiones que solo en el último siglo han sido una especialidad de “nuestros gobiernos” en defensa de “nuestros valores” y que han dejado países destruidos en Asia, África y América Latina, pueblos y culturas destruidas y millones de oprimidos y masacrados?
En lugar de distraer la indignación sobre las grandes tragedias con micro reivindicaciones bikinales, podríamos concentrarnos un poco en los abusos de nuestros aliados, como es el caso de las mujeres en Arabia Saudí o en Israel.
O, mejor aún, podríamos dedicar todas esas energías indignadas a mirar la tragedia de las mujeres y de las madres invisibles, aquella mujeres que sufren la barbarie de la civilización en Palestina, en Yemen, en la República Saharawi y en tantos otros lugares donde no llegan las cámaras de los grande medios de prensa ni la emocionante indignación de las estrellas del cine y del deporte cuyo único sufrimiento (inhumano) es perder un campeonato o un poco de atención mediática.
- JM, febrero 2021
– Próximo libro: La frontera salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América Latina
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