La vi por primera vez en unos semáforos de una avenida, allí donde se demoran los autos que quieren entrar a la autopista. Era una mujer que pocos años atrás debió parecerse a Scarlett Johansson cuando hizo Vicky Cristina Barcelona. Doce años después, Scarlett Johansson todavía luce muy joven, más joven que antes, y la Scarlett del Town Center Parkway, con menos años, parece una anciana.
Su rostro estaba curtido por el sol de Florida, con esa piel que los surfistas y los motoqueros exhiben como un trofeo, como los aristócratas en la Edad Media exhibían cicatrices falsas de batallas en las que nunca habían estado. Más que por el sol, su rostro estaba curtido por el hambre, por alguna adicción, por su profesión y, sobre todo, por esos insondables sufrimientos que estrujan el alma y que nadie se merece.
Trabaja de homeless, de mendiga. Durante horas, cada día sostiene un pedazo de cartón que dice “I’m homeless. I am hungry. God bless you”. Parece más vieja aún porque su frente, sus ojos, todo su rostro se arruga con un dolor que duele a quien la ve.
Nadie se molesta en bajar el vidrio de sus autos para dejarle un par de dólares. Abrir la ventana significa que el aire acondicionado se escape. Para muchos, no es el aire lo que importa: los pobres se queman el dinero de las limosnas en drogas y alcohol. No darles nada es hacerles un favor. Otros, como yo, tienen excusas menos conservadores: el problema de los pobres no se arregla con limosnas.
A pesar de un argumento tan sólido, no resistí la tentación de dejarle unos miserables dólares para que ese rostro compungido se relaje por un minuto y yo me sienta un poco mejor conmigo mismo. Semejante terapia por tres o cuatro dólares es una verdadera ganga. Además, pensé, si es verdad que la Scarlett del Town Center se toma una copa por la noche, como yo, al menos no morirá de indiferencia…
Esta tarde la vi por segunda vez. Iba a su puesto de trabajo en el cantero central de la avenida, del bulevar o como se llame. En su camino se había cruzado con otra mujer que también llevaba un cartelito de cartón con el anuncio de Homeless en una mano. La otra mujer se parecía más a Brooke Shields, más o menos como la actriz de La laguna azul luce ahora pero, probablemente, con veinte o treinta años menos.
Las dos mujeres se cruzaron. No sé qué se dijeron, pero vi que sonreían y se saludaban como lo hacen mis colegas. Como si fuesen felices. En seguida, la Scarlett del Town Center subió a su cantero y cambió de cara. Como otra gran actriz que se sube al escenario para ser otra persona, volvió a fruncir la frente, los ojos, todo su rostro.
Por un instante pensé lo que, by default, la gente decente piensa. Aquel rostro dolorido que había visto la semana anterior era sólo una máscara. Recordé al panadero Carlucho, al doctor Domínguez y a un tal Míster Johnson que, cada uno en su momento y en sus diversos países, me explicaron el odio que algunos sienten por esta raza de humanos, a los cuales consideraban perfectos parásitos de una sociedad productiva, fingiendo miseria, victimizándose en lugar de decidirse a lanzarse al éxito como lo hace un clavadista olímpico.
Esta vez, esta tarde, oculté mi confusión detrás de la luz verde que acababa de cambiar y continué mi camino sin dejarle a la pobre Scarlett, la más triste Scarlett del mundo, la miserable limosna que le había dejado la semana anterior. Mientras aceleraba para entrar al vértigo de la I-295 sin accidentes, la Scarlett del Town Center me seguía a poca distancia.
¿Por qué esperamos dolor verdadero de los pobres para creerles? ¿Acaso no es eso mismo lo que hacemos todos, fingir sentimientos, enmascararnos para hacer correctamente nuestro trabajo?
¿No miento yo cada vez que me enfrento a una clase y finjo que todo está bien, cuando en realidad quisiera irme a una isla en medio del Pacífico?
¿No miente la camarera del LongHorn cuando siempre nos ofrece su mejor sonrisa, siempre y sin excepciones, como si nunca tuviese problemas con sus padres, con su novio, con sus estudios o con el resto de su vida? ¿Acaso no le pagamos, y hasta le dejamos el veinte por ciento de propina para que nos traiga unas quesadillas, unas fajitas y una O’Doul’s con una sonrisa más amplia que la de Julia Roberts?
¿No miente el joven ingeniero que en la entrevista de trabajo finge felicidad, espíritu de equipo y humildad para conseguir ese puesto de Inspector en la prestigiosa Condones Recauchutados Corporation?
¿Por qué, entonces, le exigimos más a una pobre mujer que actúa su propia miseria, que al resto de los mentirosos oficiales, mentirosos legítimos, mentirosos necesarios que actúan sus ambiciones ajenas? ¿Acaso no conoce ella muy bien su oficio y ofrece el producto que mejor se vende, es decir, el dolor ajeno y la bondad propia?
Está bien mentir en cada anuncio de televisión, mostrando jóvenes felices y saludables mientras fuman o comen una McDonald’s grasienta con doce cucharadas de azúcar que algunos llaman Coca-Cola.
Está bien vender autos mostrando una mujer muy sensual y con una sonrisa universal, como si fuese ella, no el auto, lo que está en venta.
Está bien ganar elecciones mintiendo descaradamente y sonriendo, abrazando a los pobres que todavía sueñan con cuentos de hadas y nunca paran de vivir la realidad que los despierta cada día.
Pero no está bien cuando una pobre mujer hace lo mismo por una limosna y, además, lo hace mal, no sabe actuar abajo del escenario como se debe, y sonríe, como si se estuviese burlando de sus futuros donantes.
Porque los miserables somos nosotros. No aceptamos que nos mientan mal. En nuestra cultura pornográfica, no perdonamos a los malos actores. Mucho menos a las malas actrices.
Cuando los del medio mienten, sólo están vendiendo honestamente su producto o su trabajo.
Cuando los de arriba mienten, sólo nos están protegiendo del siempre inminente Apocalipsis de los de abajo.
El gran sistema de mentiras se sostiene de una verdad fundacional: no es la Ley de la oferta y la demanda; es la Ley del gallinero. Los traductores profesionales me han dicho que en inglés no existe equivalente para este dicho tan popular en español. Se equivocan: es Trickle-Down Theory, o la Teoría del Derrame. Pero, por si esta ley no fuese suficientemente cruel, siempre va acompañada de un inevitable corolario: cuanto más abajo, más difícil resulta mirar hacia arriba.
Por razones obvias.
- JM, marzo 2021
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Axioma
(Poema inconveniente)
No hay mérito no hay honor
en la lucha
que defiende al poderoso.
Solo medallas de lata.
No hay mérito no hay brillo
en las razones
que defienden al poderoso.
Solo intereses prestados.
No hay mérito en la lucha
en la inversión de bajo riesgo
contra los peligrosos de abajo
con las poderosas armas
con el dinero de los de arriba
Todo lo contrario.
Esa herida secreta del secreto
mercenario
debe doler mucho.
Nunca se cierra
ni con los restos del botín.
Ni con los tristes honores
que las torres, los caballeros
los alfiles y los reyes otorgan
a los peones que de rodillas
sonríen con orgullo.
Por eso, con tanta frecuencia
a esta condición inevitable
de oro, de hierro y de plomo
se le suma la promesa
de un paraíso para los criminales
y de un infierno para las víctimas.
Porque si hay algo que no tienen
los poderes que gobiernan el mundo
es una pizca de tontos.
Tontos, son los otros.
– Jorge Majfud
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