El sol se cubrió de repente con un manto negro del que en minutos empezó a caer un aguacero de los que se recuerdan mucho tiempo.
Todos corrían, y en segundos ya no quedó nadie.
Pero a ti no parecía importarte y le sonreías a los Monzones que esa tarde se me habían decidido presentar formalmente.
Me guarecí debajo de un árbol gigante del que una vez supe el nombre.
-«Nadie ha visto llover realmente hasta ver la lluvia en Indonesia».
No te contesté, sentí, también, que el momento pedía ese silencio cómplice en el que te acomodaste perfectamente junto a «mi» árbol.
Borobudur, vacío, no admitía otro sonido que el de la lluvia precipitándose sobre los templos que parecían renovarse bajo cada oleada de agua
y estaba toda Asia en cada gota llenando la tarde torrencial de magia.
Y era una extraña sensación de universo, de esos momentos tocados por una varita mágica, de esos huecos de la realidad, que jugando con espacios y tiempos la convierten en una suerte de paradoja, cambiando referencias.
«Yo también» me contestaste sin que yo hubiera dicho nada, mientras te quitabas el chador mojado y sacudías tu pelo negro el que, junto con tu sonrisa llenaron de brillos el atardecer.
Me acordé de «Las lenguas de diamante» de Juana. Pero, contradiciéndola, rompiste el silencio,
sin romper el encanto.
¿Sobreviviremos?
-«Luego sobrevivimos»
Nunca supe si lo hacías a propósito, usabas el mañana con verbos en pasado.
El tiempo se detuvo, confundido. También.
¿Nos conocíamos de antes?
¿Qué había en común más que el momento, la lluvia, tu paraguas rojo, mi árbol sin nombre, los desatinos del tiempo, -los aciertos del silencio- y mi soledad y la tuya?
nadas, ni lenguas ni culturas ni sitios o historias comunes.
Ni pasados.
«Ni futuros, por eso conjugo desde hace tiempo los verbos así».
O todo.
Se prendieron las luces del parque vacío justo cuando amainaba la lluvia. Te ofreciste a llevarme en tu moto dándome permiso, para agarrarme de tu cintura empapada ahora por una llovizna que epilogaba la tarde. El permiso «expreso, restringido y expirable», dijiste riendo.
Nos vimos acaso cuatro veces más -«¿o fueron cinco?»- aquel marzo que llenaste de sonrisas cuando te fui a esperar a la salida de la universidad ahora con mi moto roja. Hablabas con acento y con énfasis, como si te fuera el todo en cada frase, en cada sonrisa, en cada suspiro, en cada caricia.
Y, en cada adiós.
¿Era, acaso, una velada manera de acallar esa melancolía anticipada que había en el aire?
También llovía, como hoy, cuando te bese bajo tu paraguas rojo en el aeropuerto, aquella tarde hace 23 años, de la que me acuerdo todo, menos el nombre del árbol…
Yogyakarta, noviembre 17 del MMXIII
(Publicado en TACUAREMBÓ 2000. Enero / 2014.)
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Te dejo sobre el mantel…
“Te dejó sobre el mantel
su adiós de papel.
Tu pequeña
te decía que en el alma y la piel
se le borraron las pecas
y su mundo de muñecas
pasó.
Pasó veloz y ligera
como una primavera
en flor.
Qué va a ser de ti lejos de casa.
Nena, qué va a ser de ti”.
Juan Manuel Luque
(Publicado en TACUAREMBÓ 2000 – Enero/2018)
Foto: De Viajero nómada
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