La mujer, urgida de miedos y pasiones, ha sido fuente plena y labio ciego, testigo de una sociedad que la marginó a objeto de la literatura negándole la capacidad de ser sujeto de la misma.
Sin embargo, la noche abrió los ojos y aquellas pasajeras del sol y del rocío, las mujeres del período Heian, aprisionaron el arte en su simiente y celebrando su intimidad trascendieron la vida. En el año mil Murasaki Shikibu escribió la novela que inauguró la literatura japonesa (Gengi monogatari).
Tanto no ser transforma el silencio de castillos y conventos; la palabra, en júbilo y temblor, se vuelve fiesta. En los monasterios medioevales Hroswita escribe en latín la gesta de Otón I el Grande; Metchilde de Mengdeburg da a conocer la primera obra mística en alemán antiguo y la singular Hildegarda de Bingen, mientras asesora a un Papa y dos emperadores, desborda talento en textos literarios y científicos y se adelanta en siglos a los descubrimientos de la circulación de la sangre y la posición del Sol.
Son tiempos en los que la educación es privilegio, y muchos derechos también. Por eso hay mujeres que escriben para confirmarse en la justicia y otras, sin buscar agotarse en la parodia del hombre, usan seudónimos y ropas masculinas.
Lejos estamos de Zaratustra, aquel filósofo persa que afirmaba que la mujer debe adorar al hombre como un dios y cada mañana arrodillarse nueve veces a los pies del marido y preguntarle: “Señor, ¿qué deseas que haga?”.
Distantes también de Lutero, que pensaba que el peor adorno de una mujer era la sabiduría. O de la Constitución Nacional Inglesa que legislaba (s. XVIII): Todas las mujeres que sedujeran y llevaran al matrimonio a súbditos de su Majestad mediante uso de perfumes, pinturas, dientes postizos, pelucas y rellenos en las caderas y pechos, incurrirán en el delito de brujería y el casamiento quedará automáticamente anulado.
Respiremos, han cambiado prohibiciones y castigos, pero recordemos que durante la Revolución Francesa la mujer, considerada incapaz de atestiguar en asuntos de la ley, fue sancionada con el cadalso sin derecho a defender sus ideas en la tribuna.
Cuando aún no se conocía el término feminismo, América despertó en la voz de una hija ilegítima que superó las limitaciones con los méritos de su talento. Juana de Asbaje y Ramírez (1651-1695) vivió en una sociedad donde la mujer ejercía tareas marginales y era señalada en situaciones límites de virtud o el pecado.
Frente a la negación para el matrimonio lo menos desproporcionado -pensó- era tomar los hábitos. Quiso escapar de sí, pero confiesa: “-¡Miserable de mí! Trájeme a mí conmigo y traje a mi peor enemigo en esta inclinación”, el amor a los libros que, si bien la ratificó en lo íntimo y la proyectó universalmente, también originó censuras y críticas. Se interroga: “¿En perseguirme, mundo, qué interesas? / ¿En qué te ofendo cuando solo intento / poner bellezas en mi entendimiento / y no mi entendimiento en las bellezas?”.
En nuestra miscelánea geográfica la mujer provenía de diferentes ámbitos: la española, acostumbrada a una sociedad patriarcal, fue trasplantada a tierra y vida desconocidas y la indígena, a quien no se le preguntó si quería ser madre del hombre nuevo, remodelado por la genética -como aseveró Josefina Plá-, se vio dominada por seres que impusieron costumbres y religión. Otras mujeres de patronímico hispano y sangre indígena asumieron posiciones estratégicas en la defensa de su pueblo. Es suficiente mencionar a Bartolina Sisa, Gregoria Aspaza y Juana Azurduy.
Contra la dominación del hombre por el hombre, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda brindó su pluma para defender a los esclavos. Sab es la primera novela abolicionista hispanoamericana a la que siguió, once años después, La cabaña del Tío Tom de Harriet B. Stowe.
En Uruguay el proceso se inicia con Petrona Rosende (1787-1863), pionera del periodismo femenino en el Río de la Plata en carácter de directora del periódico “La aljaba” en Buenos Aires (1830-31). A fines del s. XIX José Pedro Varela logra la Reforma Escolar y abre las puertas a la educación femenina que, para algunos, era capaz de engendrar el “descoco, la vanidad, la desvergüenza y el impudor”. María Abellá de Ramírez puso énfasis en el tema al presentar al Congreso Internacional de Libre Pensamiento (1906) el “Programa mínimo de reivindicaciones femeninas”, en cuyos puntos figuraba, por ejemplo en el artículo 9o: “Que la mujer no necesite permiso marital para enseñar y aprender”. Exhortó: “No cerréis el paso a las mujeres…”.
Paulina Luisi, la primera médica uruguaya (1908), fundó en 1916 el Consejo Nacional de Mujeres para dar voz a quienes no podían hablar, para pedir por quienes trabajaban larguísimas jornadas y vivían en el oprobio y la sujeción; buscó reglamentar la prostitución y prohibir la trata de blancas. Afirmaba que la mujer no quiere ser “algo”, quiere ser “alguien”, que el quietismo es culpable, la inercia, un egoísmo y el derrotismo, traición.
Y surgieron voces que, sin un cuarto propio o quinientas libras, pero con rabia, tabúes y presiones, censuras y autocensuras, derribaron barreras entre el microuniverso de la conciencia y el macro entorno de la realidad.
El acto no ha sido puro, el silencio fue cómplice de la mordaza. Pero las llaves rechinaron en las viejas puertas y entre el fuego, la pólvora y la sangre: la creación.
La mujer se volvió creadora y recreadora de signos y símbolos y la escritura se convirtió en desafío que conspiró con el aire por la vida.
Creamos para que nos confirmen en el afecto, para crecer en autoestima, para abrirnos a la memoria personal o colectiva y arriesgamos el seguro pasaporte de los fines: creamos o morimos.
Los derechos cívicos se logran en Uruguay en 1932 y los civiles en 1946. Este esbozo nos ubica en un ambiente que, si bien no parece propicio para la creación, se va a caracterizar por el altísimo contenido lírico. Tres mujeres nacidas en Uruguay a fines del s XIX son pasajeras de la misma realidad, pero la enfrentaron de manera diferente. Son ellas: María Eugenia Vaz Ferreria (1875-1924), Delmira Agustini (1886-1914) y Juana de Ibarbourou.
María Eugenia se mantiene al margen del amor. Delmira lo vive en trágica plenitud. Juana es la gran seductora que juega a ser seducida.
Liliana Mizrahi distingue a la mujer ancestral de la transgresora. La ancestral está fija en el tiempo, cristalizada. Ni se cuestiona ni se busca, sólo necesita desarrollarse en los moldes que la gestaron. La transgresora busca redefinirse, actúa, lucha, se rebela. “Es el resultado de la ancestral en crisis”, precisamente porque cuestiona los valores aceptados pasivamente. Una permanece en la esfera de lo que fue, la otra en el devenir que se construye. Son nuestro pasado y nuestro futuro. Conocerlas es ir al encuentro de quienes nos legaron la historia, la cultura, el poder y la política.
Estas mujeres, y las mujeres anónimas que labraron nuestra identidad, enfrentaron a la sociedad y asumieron la defensa de sus contemporáneas y de las que íbamos a venir. Sea nuestro homenaje en este sucinto panorama a quienes fueron paridoras de justicia, paridoras de luz. Porque…
“Ser mujer es abrirse al aire, al sol, la vida;
soñar la gloria en cotidianas alegrías,
inventar un vuelo en la sonrisa
y conjugar la sal, el viento, el agua
para incendiar de amor el gesto y la palabra.
Ser mujer es sostener el canto hurgar en la ternura,
quitarse las mordazas desgarrar los miedos y el silencio,
cumpliendo los rituales, brindando por la vida.”
Tacuarembó, 4 de Marzo de 2023.
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(*) Sylvia Marlene Puentes de Oyenard, nació en Tacuarembó el 9 de julio de 1943. Es escritora, médica y docente. Se destaca en literatura infantil y poesía. Entre sus distinciones nacionales e internacionales, recibe, en el año 1976, el “Premio Alfonsina Storni a la Poesía Femenina” otorgado cada 10 años por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires.
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