Marcelo Estefanel podría tener el pelo completamente negro, e incluso podría haberlo conservado. Como su padre. O como Carlos Gardel, que era amigo de su padre. Cuando te abraza y puedes comprobar los músculos vigorosos aún de un hombre de 57 años, Estefanel, que es escritor, informático y lector, transmite la energía de alguien a quien le pasó algo extraordinario. No es preciso leer su libro impresionante,
El hombre numerado, para percibir en su presencia que eso que le sucedió bastaba para haberle dejado el pelo completamente blanco, incluso para haberle arrancado el pelo y la vida. Fue uno de los presos de la dictadura uruguaya. Le agarraron, y a la cárcel que se llamó Penal de La Libertad. El hijo de una amiga exiliada en Barcelona decía de su padre: «Está encerrado en Libertad». Y la maestra pensaba que mentía, «encerrado en libertad». Marcelo estuvo en ese penal, allí estaba, numerado. Entró en 1972 y salió en 1985; vio la tortura, la padeció; cuando salió del Penal de La Libertad un joven oficial de la dictadura militar le gritó a él y a otros liberados, furioso: «La próxima vez no se irán caminando; serán cadáveres con un tiro en la nuca en los andenes de la carretera».
A lo largo del cautiverio Estefanel tomó una decisión: leer. La biblioteca estaba abierta, tenía treinta mil volúmenes; los militares quisieron que fuera un penal modélico, y al principio la abrieron incluso a Marx y a Lenin, y Marcelo creyó que en aquel infierno había un paraíso. Leyó cada día, de la mañana a lo noche, siempre que las tareas y las torturas no interrumpieran ese ciclo que él en ese momento creía que no sería interminable tan solo porque había, también, la perspectiva feroz de la muerte.
La muerte no llegó, llegó la libertad. En la experiencia, calcula Marcelo, quedan atrás, y los cuenta, con una calculadora, 1.600 libros, leídos de cabo a rabo, con entusiasmo y con aprovechamiento. En primer lugar, claro, el Quijote, ese libro le hizo otro, le ayudó a pensar que la imaginación e incluso la locura le abren boquetes a las pesadillas y las convierten en sueños. ¿Y después? «Y después el Ulises de Joyce». Un amigo, y él dice el nombre, José Pedro Leopardo, su recuerdo de la cárcel es minucioso, tiene todos los nombres, le confió, cuando le dijo que le costaba entrar en esa obra maestra: «Bah, no te preocupes, siete años de cárcel y el Ulises será bocatto di cardinale«. Lo fue, fue bocatto di cardinale; ahora esa obra complicadísima con la que se inauguró la novela complicada en el siglo XX se alterna en su memoria (y en su estilo de lector, y de escritor) con lo que le enseñó Cervantes.
No fue sólo para aprender, también por el placer de leer; viajó, metafóricamente, gracias a Ernest Hemingway y a su París era una fiesta, se metió en Joseph Conrad. Se hizo un lector y también un teórico, un apasionado. Un día comenzó a escribir, y un día también la dictadura le requisó la escritura, «una novela que había hecho sobre mi padre, que me estaba quedando perfecta», y otro día se acabaron los libros, la dictadura tampoco quiso libros en la cárcel; disminuyeron la dotación, e introdujeron una censura más estricta; a él le vino bien también, todo le venía bien, porque lo peor que viene en la cárcel en condiciones así es la pérdida de la vida, y mientras hay vida hay esperanza?, y palabras.
Al salir de la prisión Marcelo tenía 34 años; el oficial que le avisó de que la próxima vez sería cadáver tenía 23. ¿Y qué pensó, saliendo de aquel penal?, le preguntó anoche Manuel Vicent en una cena en la que estuvimos con escritores uruguayos entre los cuales estaba Estefanel. Juntó las manos, sonrió otra vez, porque se pasó la noche sonriendo, rememorando y sonriendo, y explicó: «Yo me dije: ahí se quedan, yo estoy vivo, vamos a vivir». E hizo un gesto significativo con el dedo más largo de su mano derecha. Y aquí está. En realidad, dice, ahora no tiene ni rencor ni odio; sus recuerdos son una experiencia, nadie se la puede quitar, pero hubiera sido mejor (para el país, para tanto desaparecido, para la alegría que Uruguay perdió) que aquello no hubiera sido ni una pesadilla. Y lo fue, vaya que si lo fue; está aun como una ceniza sobre las cabezas de todos, aunque ahora, es decir, en este instante, por razones económicas y también políticas, Uruguay respira mejor, y sobre todo (te dicen en voz baja) mejor que La Gran Vecina.
Ahora lee menos, claro; leía al ritmo de cuatro libros por semana en el penal; poco a poco ese número ha ido disminuyendo, pero lo que leyó, leído está. Durante la cena el novelista Tomás de Mattos, que es de Tacuarembó, mencionó a Carlos Gardel sobre el que los de Tacuarembó tienen la teoría de que nació en Tacuarembó. En realidad salió Gardel (y siempre sale en las conversaciones, en Argentina y en Uruguay) porque Manuel Vicent recordó que conoció a un médico de Medellín que le había practicado al gran cantante de tangos la autopsia después del accidente aéreo que le costó la vida, y la autopsia reveló un dato extraordinario: se había incrustado en el cuerpo del cantante una navaja plateada que llevaba esta inscripción: «Soy de Carlos Gardel». A partir de ahí discutieron en la mesa sobre el origen del accidente; De Mattos contó que un médium había revelado que hubo discusiones y tiros antes de que el avión se estrellara, y circularon otras leyendas.
Discurrió la discusión por los derroteros de la fabulación, hasta que como si él mismo fuera un médium Marcelo Estefanel puso en marcha su celular, y al cabo de un minuto produjo una fotografía de excelente calidad, en la que se veía Carlos Gardel con un señor, el padre de Estefanel. Había sido un gran hombre en Paysandú, se hizo amigo del tango y de Gardel, y lo había traído a cantar tangos. Para él, para el hijo, Gardel fue el creador del tango canción, su padre le dijo que era un hombre generoso que una vez amenazó con no cantar en Paysandú si no dejaban pasar a los canillitas, los humildes voceros de los diarios, como dice Horacio Guaraní. Así que la conversación se fue por Gardel, y Marcelo se remontó a su padre pero también a su propia experiencia para dar la estampa que su memoria tiene ahora de dos de los grandes personajes de su vida.
«Fíjate», dijo, después de pensarlo un poco, «yo creo que Cervantes y Gardel tienen algo en común». ¿Y? «Cervantes quiso ser poeta, y allí estaba Quevedo. Y quiso ser dramaturgo. Y ahí estaba Lope de Vega. ¡E inventó la novela moderna!» ¿Y Gardel? «Fracasó como cantante lírico, no podía cantar zarzuela. Fracasó como cantante de ópera. ¡E inventó el tango-canción!»
Riendo, como siempre, este hombre feliz tarareó luego Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando; alguien le había dicho que un cubano, Eliades Ochoa, había hecho una versión extraordinaria de ese tango final, de esa letra imborrable? «¿Y cómo va a ser mejor que la de Gardel, cómo va a ser mejor que la de Gardel?». El de Tacuarembó y los de Montevideo, Claudia Amengual, novelista, Gerardo Caetano, historiador, corroboraron: «Y cómo va a ser mejor que la de Gardel». «Eso mismo pienso yo», comentó Vicent. El hombre numerado se guardó la foto, como una nostalgia.
JUAN CRUZ (Montevideo 9.5.2008)
De El País de Madrid (http://cultura.elpais.com/)
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