Décadas atrás – Lindo momento para recordar las noches buenas que en torno a la “comuna” marcaban el inicio de las fiestas tradicionales, llenas de chispeantes fogones, cada uno con su cordero, o medio cordero, o un pedazo de cordero y una rueda de chorizos. Nada de sofisticación, todo hecho a pura gana de estar juntos, de celebrar sin pautas de mercado, sin que la reunión pasara a ser la periferia del chirimbolo, simplemente porque era la navidad de un barrio obrero, que aún en el Uruguay liberal, Suiza de América, Tacita del Plata tenía pobres y ricos, porque la igualdad se quedaba en las normas cuando llegaba la hora de vivir la vida diaria y ahí todos eran libres sí.
Libertad para tener mucho, bastante, poco y muy poco. Más que nada la fogata del asado era la reina, color, luz, y calor, sobretodo calor humano. Por lo demás había abuelos, padres, hermanos, enamorados, amigos, muy importante, amigos. Luego risas saludos, besos, abrazos, y los parientes y allegados que se hacían un tiempito para pasar y saludar antes de la hora señalada, la media noche.
Bebidas: un poco de vino, naranjita para los gurises, un casillero de cerveza de tres cuarto, de aquellos de madera que también servían de bancos cuando escaseaban las sillas y para enfriarlas un latón con hielo, un poco de aserrín y una bolsa de arpillera por arriba hacían el resto.
Muy poco más, la infaltable galleta, una sidra para hacer un brindis y algún pan navideño de los que las veteranas hacían en el horno de la casa. La sidra se destapaba a la media noche y el brindis era simbólico, unos pocos hacían el chin chín porque la mayoría ya estaba en otra frecuencia y apenas recibían y repetían automáticamente el “feliz navidad”, “feliz navidad” que respetuosamente creyentes o no creyentes pronuncian celebrando cada uno la fe que profesa, la mayoría católica, otros porque al fin y al cabo sienten que ese es el día de la familia.
El resto la madrugada se transformaba en cantos, música, improvisados bailes familiares y la noche se completaba con la irrupción sorpresiva de por lo menos dos o tres amenos guitarreros que esas noches salpicaban las madrugadas de amigables y pueblerinas serenatas. Según con la hospitalidad que eran recibidos los trovadores hacían dos o tres temas despidiéndose luego con la clásica “nos quedan varias casas todavía y queremos cumplir con todos”.
2017 – Este último fin de año pasé las fiestas tradicionales en la vieja casa y en el viejo barrio. Los mismos sentimientos, las mismas emociones, y seguramente los viejos recuerdos rondando nuestros sentimientos. Hoy desde el lugar de viejo padre y de abuelo. Claro que desde roles diferentes a cuando lo vivía del lugar de hijo y aún nieto. Aunque esa no es la única diferencia. Ya no está la vieja granja de eucaliptos, la zanja tapada en un tramo importante y el resto aún sin canalizar, con tres cuadras dejadas en el olvido.
Un hermoso estadio para el fútbol infantil y un par de canchitas más para niños y veteranos. Calles con bitumen en el entorno cercano, lindas casas y casi que frente a cada una de ellas uno o más autos parados y los viejos fogones transformados en prolijos parrilleros, cuando no alguna barbacoa. Picadas y bebidas espirituosas en los aperitivos, sándwiches, tarteletas y jesuitas para las maratónicas cenas, carnes varias, ensaladas varias y postres varios. Brindis con bebidas espumosas y burbujeantes como manda la oportunidad y luego un cielo multicolor de pirotecnia.
Al fin llegó, la comuna emparejó, la fiesta se democratizó. Los comuneros festejaron distendidos luego del correteo de las carreras de los carritos de supermercado, y de largas colas en las cajas. Suerte que me tocó vivir las dos épocas. Si, lo viví.
Sé el primero en comentar